miércoles, 28 de mayo de 2008

La fotografía del álbum

El ejercicio de interpretación que hace Roland Barthes en La cámara lúcida, es un ejemplo de trabajo sobre la subjetividad llevado a una posición epistémica de alcance conceptual extremo: “Decidí entonces tomar como guía de mi nuevo análisis la atracción que sentía hacia ciertas fotos”.[1] Se trata de una revelación de alcance insospechado: “siempre he tenido ganas de argumentar mis humores; no para justificarlos; y menos aún para llenar con mi individualidad el escenario del texto; sino para ofrendarla a una ciencia del sujeto, cuyo nombre importa poco, con tal de que llegue a una generalidad que no me reduzca ni me aplaste”.[2] En realidad Barthes ocupa el escenario del texto, con la sustancia de una subjetividad que se expresa en su límite en relación a ese objeto singular de la imagen fotografiada cuando su madre aún vivía. El escenario de su texto genera más textos convocando otras subjetividades como las plasmadas por estas anotaciones sobre la imagen fotográfica.
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El lenguaje viste la desnudez de nuestro cuerpo con ropajes que son precedidos por los velos de la mirada que nos acompañarán, mientras vivamos, arropando nuestra carne y dejándola ver de vez en cuando, ante la desgarradura de ese maquillaje que es la imagen expuesta a la mirada. Uno de esos ropajes que nos sacan de nuestra biología expuesta a la intemperie de lo real, nuestro imposible encarnado, es la mirada del Otro y su ideal, que se traduce, desde las vicisitudes de la cultura y la tradición en la fotografía.
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Desde tal perspectiva, la fotografía puede ser considerada como soporte material de un imaginario del ideal cuya existencia y recurso pasa a formar parte de aquello que documenta la memoria de la novela familiar. También sería la novela político-familiar, en tanto una fotografía es también susceptible de la publicidad y no solo de lo privado.
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Sobre-expuesto al bombardeo de las imágenes triviales, huecas, vacías, anodinas, el sujeto pasa a formar parte de un discurso que sostiene las apariencias para hacerse súbditas del mercado, la moda y el consumo de la imagen, evitando siempre las fisuras que muestran un núcleo de lo real obsceno e incomprensible.
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Pero la imagen es también una composición que puede dislocar la mirada que busca su espejo, modificando la percepción sustentada en lo sabido y lo reconocido, desmembrando la carne y sus referentes de espejo para confrontarlos a la ausencia de completud, interrogando al narcisismo, que busca reforzar su potencia imaginaria en todo lo reconocido-reconocible del fenómeno de la pregnancia.
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La historia reciente nos aporta un suceso donde las imágenes anticiparon un discurso codificado en relación a la alienación colectiva. En 1989, conforme se diluía el Estado multinacional de la hoy desaparecida Unión Soviética, todas las fotos de Lenin y sus efigies fueron destruidas, demolidas, desmontadas, y con ellas las de Marx y otros personajes históricos. Paralelamente se hizo flotar, en lo que había sido la Plaza Roja, un Mikey Mouse de enormes proporciones que parecía llenar el hueco dejado por las imágenes del régimen anterior. Tan institucional era la sacrosanta efigie de Lenin como la nueva disneilización de la realidad social que sustituye y erradica la memoria. Ante la verdad insoportable de la historia, trágica y difícil de las sociedades y los individuos, un imaginario alienta el engrandecimiento narcisista de los sujetos remitidos a la inmediatez desechable.
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No debemos dudar en considerar la imagen como una envoltura que atrae, como un señuelo para la mirada que percibe una evocación y una presencia que puede seducir o generar aborrecimiento; o, en la peor de las opciones, puede no alterar la in-diferencia cotidiana, ni evocar el objeto ideológico que suscita la atención y que forma parte de la fantasía que organiza todo el desorden subjetivo. La razón de ser.
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Con la imagen fotográfica ocurre algo similar a lo que sucede con la escena onírica. Para que alguien la interprete desde su propia subjetividad se requiere del develamiento de un texto, como lo mostró Freud en “Die Traumdeutung”[3]. En este develamiento, quien habla de las imágenes, habla de sí mismo, su propia versión de una realidad conformada siempre por elementos de la ficción, la otredad, lo familiar y lo ajeno. Es la materia prima del último libro de Roland Barthes. La cámara lúcida es la exposición radical de una intimidad llevada a la reflexión epistémica, pero también, llevada a la exposición de una descarnada condición subjetiva y de naufragio.
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¿En que se convierte la fotografía cuando ha muerto el fotografiado? El efecto convierte la foto en documento, envoltura de la pérdida.
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La inherente y consustancial dimensión imaginaria que da consistencia a la percepción de la realidad, envuelve un núcleo intratable y resistente a la significación, un real, o si se quiere una nada, la nada emblemática hacia la que nos conduce la institucionalización de las imágenes que forcluyen el vacío y la muerte.
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Una fotografía es percibida por contrastación con las imágenes y versiones narcisísticas de nuestra posición subjetiva y que determina nuestra “sensoprercepción” de la realidad, el espacio exterior a nuestro cuerpo, nuestra incorporación del mundo social, nuestra erotización ante la mirada y de la mirada.
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Las imágenes son al mismo tiempo un imaginario necesario que se manifiesta siempre de manera estética o equívoca, bizarra o hermosa, incompleta, cojeante, con respecto a algo que deja ver entre las fisuras del semblante, más allá de la intención de la lente del fotógrafo, ¿qué deseo lo mueve, que ambición lo habita, que muestra y que evita?
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Las fisuras del semblante de la realidad ordinaria son desmentidas por el consenso de la interpretación común de los observadores quienes evitan, retrocediendo, toda posibilidad de entrever otra realidad, tal vez más emparentada con lo insoportable y con la desgarradura de la apariencia ordinaria. El consumo de imágenes y su elaboración opera con esta lógica, esto es, que tanto el sujeto “mirante” (así lo llama Barthes en la Camara Lúcida), como la imagen mirada participan de la domesticación de lo real, en la conformación de una realidad light, construida sin diferenciación con el narcisismo del intérprete.
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No es solamente un ejercicio de la frivolidad, sino una forma de reproducir los espejos que sostienen nuestra imagen y una parte importante de nuestra identidad y nuestro lugar frente a la mirada de los otros que operan como imagen proyectada para que la envidia (mirar de reojo) tenga lugar.
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La fotografía nos recuerda y nos remite siempre de una u otra forma al cuerpo, su vestimenta, su ideal y a su apariencia en el otro que nos mira, también desde nuestro “interior”. Nuestro paso por el tiempo y las marcas que el tiempo vivido testimonian en la carne que inevitablemente envejece. Ese envejecimiento del cuerpo compatibles y correlativas a la grandeza que adquieren ciertos personajes.
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Barthes señala en La cámara Lúcida, que la imagen fotográfica es “el advenimiento del yo mismo como otro”. También es el advenimiento de una imagen que adviene alguien. Así se reproducen los espejos que nos miran desde un trozo de tiempo coagulado, detenido en la mirada del Otro. Entre la sutileza atesorada del recuerdo, el documento, la belleza anhelada, el amor perdido, también asoma el elemento ominoso.
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La sustancia de la verdad subjetiva de cada uno puede ser evocada insospechadamente a través de una imagen. Es lo que sucede en el drama que vive Barthes una especie de pregnancia que se desconstruye en él hasta el límite de la desolación.

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La sutileza del arte consiste en presentar una realidad que permita el acceso a otra escena, una que descoloque al sujeto del sentido común y ordinario de la imagen. Sin escatología, la realidad de la percepción oficial, es procesada sobre un desmontaje que revela la inconsciencia del yo, su desubicación y la emergencia de otra mirada que es también la de otro sujeto.
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Una foto se presenta como testigo de lo que alguna vez existió y consolida mi pérdida, lo que una vez fue y atesoro en mi recuerdo, lo que es ahora un faltante activo por siempre perdido. Esa foto permite dejar el testimonio de la existencia; esa imagen en la que los fotografiados se mantienen presentes y activos en nuestra pérdida. Acaso la imposibilidad de revivir la sugerencia de la fotografía le de su mayor relieve de apariencia. ¿Qué genera la fotografía de su madre muerta en la existencia de Barthes? ¿Qué desencadeno esa ausencia insoportable?

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Cuando vemos la fotografía, descubrimos que el momento de felicidad, capturado y aislado, existe sin la sucesión ni la continuidad que implica la pérdida y la dilapidación del tiempo que se invierte para sostener esa felicidad aparente. El mecanismo que supone la afirmación de que “el tiempo pasado fue mejor” que el presente, exige siempre su cuota de deseo y de trabajo sobre el vacío que habita a todo sujeto. Evoca con frecuencia ese potencial ominoso del fantasma encubridor que siempre ha estado presente .
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Así funciona el yo con sus archivos “salvados” e incertados a la imagen de si. En ese sentido la fotografía coadyuva a la represión para sacar a flote al sujeto, o a la familia, o al cuerpo. Retratada y vuelta a retratar la imagen del álbum familiar abandona su recinto de privacidad, atravesada por la publicidad, el parentesco, las complicidades, el orgullo de haber pertenecido, de haber estado con ellos, o la vergüenza del pasado, el testigo que delata, el porvenir que hubo anunciado.

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Algo dicen esas imágenes de las historias, la infancia, el presente o de la madurez conquistada que ha dejado las huellas de las batallas y las decepciones. La fotografía favorita, la del hombre amado, la de la mujer deseada, la de los seres perdidos, las imágenes infantiles de unos niños envueltos por un ideal que termina por ser irrealizable. Pensemos en esa foto de García Marquez que aparece en su autobiografía. No parece para nada un niño prometedor.
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No deja de ser enigmático el pasatiempo del artista plástico mexicano José Luis Cuevas, quien se tomaba así mismo una fotografía diaria, durante años, en su forma personal de adherirse a la pregnancia de su imagen, registrando cada detalle del semblante que pasa por el tiempo. Sin embargo como él mismo ha confesado públicamente y sin timidez alguna: la laboriosa tarea dejó de tener sentido a partir de la muerte de su esposa Bertha. ¿Qué pensar de este enigma?
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Gunter Grass en el Tambor de hojalata narra una escena de comensales que se sientan a la mesa para partir cebollas y así poder llorar y llorar, hipócritamente algunos, catárticamente otros. Llorar como no se han atrevido a hacerlo, llorar a la mesa del consumo, llorar para no recordar. ¿Ante que mesa de fotografías puede uno llorar?
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La mirada tantea o acaricia las imágenes como parte de la dialéctica de la subjetivación. ¿Qué función tiene mostrarlas a los otros? ¿exponerlas a la línea de otras miradas? ¿Confirmar lo increíble, engañar, compartir la intimidad libidinizante, confirmar el lazo de amistad?
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En la fijeza de la imagen familiar, algo ha quedado capturado como resto circunscrito fuera del tiempo y del cuerpo. Tal vez esto sea perceptible cuando la muerte del fotografiado obliga a una revalorización de su existencia, adquiriendo así una nueva dimensión, comprendida esta vez en el proceso del duelo y ante lo irrecuperable descubrir lo que no estaba. Como referencia del ser desaparecido, fijado en un momento de su virtualidad, sostenida desde la lente del otro, sigue ahí. Tenemos frente a la foto de alguien que ha desaparecido, la interrogante sobre el plano subjetivo de nuestro propio tiempo, tiempo vivido en subjetivación ante aquel que desaparece en nuestro propio ser. Subjetivación que se desvanece. Una parte de nuestra subjetividad se sostiene en la imagen del otro que no desaparece del todo gracias a la fotografía.
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Ocurre en esta dinámica que la consistencia de lo imaginario prevalece por encima de lo simbólico, que acaso no actúa porque no ha sido llamado a existir. La pérdida, duelo y dolor involucrados encuentran en la fotografía un soporte para moderar lo inconmensurable, la permanencia perdida, la figuración insoportable de una ausencia del ser desaparecido.

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¿De que manera el ser desaparecido forma parte de nuestra economía pulsional?. De eso depende que tenga lugar el ritual de romper fotos o de atesorarlas o de simplemente guardarlas en el cajón y el archivo.
Al morir, el ser amado exige de nuestra subjetividad una cancelación de su presencia que no se corresponde con la radicalidad de su desaparición. La subjetivación adolece del desfase que la desaparición impone en planos distintos del tiempo subjetivo y el ser desaparecido. Es pues el vacío lo que hace que la fotografía adquiera una investidura de la que no había sido objeto. El ser querido esta muerto pero el vínculo con él sigue vivo, ante la fotografía esta realidad adquiere un tinte ominoso como el que sugiere Barthes ante la fotografía de invierno.
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La fotografía persiste amorosamente conservada, atesorada, guardada, destinada acaso a la herencia de quienes nos subsistirán, con su quántum de olvido y su ganancia de recuerdo, trazo genealógico, memoria refractada.
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Algo del ideal que alimenta el imaginario de los deseos, cae inevitablemente cuando la muerte cumple su doloroso destino vital, resignificando el sentido de la existencia y reanudando la apuesta del deseo. Aun así o tal vez por eso, según el momento subjetivo de cada uno, la fotografía reafirma y persiste en su lugar del recuerdo de familia, distinta, se almacena entre los recuerdos, se desecha, se “regala”. En ocasiones, la fotografía adquiere el valor otorgado por la importancia singularizada de una biografía.
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Puede ocurrir paralelamente que el tiempo se encargue de hacernos ver la inutilidad de conservar tantas imágenes del otro (o del “uno mismo”) visto en la familiaridad, la pregnancia de nuevo, el otro que nos nombra, quien nos llevo a no ser, fotografía que se hace testigo codificado del tiempo que pasa.
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Las fotografías infantiles de nuestros hijos que crecen día a día, se hallan recortadas por el orden de lo cambiante, que sitúa en el escaparate de los ideales una realidad utópica y no obstante capturada en la imagen. fotográfica. La belleza de la imagen infantil, dentro de este contexto de lo familiar, tal vez adquiera su valor por ese proceso que los años de crecimiento dejan por siempre, lo que nunca fue, codificado solamente en los imaginarios y recuerdos encubridores que cada uno alberga.
Dicho de otra manera, la fotografía es también recuerdo encubridor, texto a desconstruir, codificación de anhelos para descodificar.
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¿La fotografía nos remite siempre al cuerpo? De ser así, ¿del cuerpo de aquel al que observamos? O por el contrario, ¿del cuerpo qué “supera” la carne sin negarla? Cuando Barthes aborda estas cuestiones enuncia la frase “percepción sin objeto”, misma que es recordada por Lacan en sus elaboraciones en torno a la alucinación. La imagen fotográfica, sin el objeto que la produce, suscita y desencadena toda la complejidad del proceso de percepción.
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Se trata también de que existe una dimensión de la fotografía que genera el desencuentro contingente que nos emparenta con la mirada del Otro, para mostrar en una fisura algo no familiar, un elemento que escapa al control de su mirada, si soportamos la ausencia temporal de toda pregnancia podemos liberarnos de su mirada.
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En la fenomenología del álbum familiar los niños no dejan nunca de serlo. Cuando crecen algunos de ellos hacen lo necesario para no dejarse capturar por completo en el discurso del Otro, manifiesto en el discurso fotográfico. Por el contrario, los niños “capturados” harán todo para estar en el encuadre de la mirada y de lo que ese Otro espera de ellos.
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La distancia entre las fotografías que salen del contexto del álbum de familia y las que son vistas desde la otredad de lo público, lo familiar y al mismo tiempo, lo publicitario, lo periodístico, o desde el arte, etc., no es tan grande como pareciera. La obscenidad circunda la notoriedad. Finalmente, es en el intérprete donde lo ajeno puede generar resonancias familiares evocadas por los códigos asociativos de eso que llamamos el inconsciente.
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Es de hacerse notar la expresión utilizada por Barthes como “la ciencia del sujeto”, sin referirse a tal “ciencia”. ¿Se refería al psicoanálisis?. ¿por qué no intenta nombrarla cuando el tema crucial que aborda en La cámara lúcida es la relación con su madre que ha muerto?. Barthes conoció y citó los textos de Lacan, de manera que estaba en condiciones de nombrar esa ciencia del sujeto a la cual “ofrenda” su creación para llegar “a una generalidad que no me reduzca ni me aplaste”. ¿Insinua o teme Bathes a las generalizaciones del psicoanálisis que reducen y aplastan a quienes se le aproximan?
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De los temas generales de la fotografía, Barthes pasa a ocuparse de una serie de fotos de su madre poco tiempo después de que ella ha muerto. Él busca entre las fotos una esencia –su noema– que lo lleve a la verdad, y así descarta fotografías y más fotografías hasta que encuentra una en especial: la fotografía del invernadero ante la cual surge un punctum y ante la cual Barthes podrá decir las siguientes palabras:
Suele decirse que, a través de su labor progresiva, el duelo va borrando lentamente el dolor; no podía, no puedo creerlo; pues, para mí, el tiempo elimina la emoción de la pérdida (no lloro), nada más. Para el resto, todo permanece inmóvil. Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo irremplazable. Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida sería por descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad).[4]

Poco tiempo después de la publicación de La cámara lúcida, Roland Barthes murió como si se tratara de una prueba más de autentificación de lo dicho en el libro:

Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior... Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse... Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.[5]

El silencio definitivo siguió a estas palabras de Roland Barthes, el final de su obra. Sobre este testimonio Derrida se permite rendir homenaje a su amigo señalando en su manera, en su estilo, “ese aire cada vez más denso, atormentado, poblado de espectros”[6] en el otro con-texto que merece un comentario aparte.
[1] Roland Barthes, La cámara lúcida, Nota sobre la fotografía, Paidos, España, 1982. p. 53.
[2] Ibid, p. 52.
[3] Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños”, en Obras Completas, iv y v, trad. J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Arg., Amorrortu Editores, 1995, 747 p.
[4] Ibid, p. 134.
[5] Ibid, pp. 128-129.
[6] Op cit, pag 96.

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